miércoles, 11 de enero de 2017

La libertad

La perra camina con nosotros. Una perra-vaca, gorda, de pelaje blanco con grandes manchas marrones. Recién cuando se restriega bajo unas plantas percibo que tiene decenas de moscas sobre el lomo y los flancos. Parecen atormentarla ferozmente, en la playa hace un hueco en la arena y refriega el hocico dentro. Otras veces masca el aire o se revuelca en el agua. Las moscas resultan ser pequeños tábanos que también buscan nuestra sangre. "Bueno, ya", digo a la perra que hasta ese momento avanzaba pegada a mí. Algo en mi tono le advierte que no es más bienvenida, así como llegó desaparece sin que me dé cuenta, ¿dónde está, por dónde se fue?

Al día siguiente no es sólo ella quien nos sigue, sino dos perros más. Uno de ellos parece cruza con galgo, tan flaco que se le transparentan las patas. No puedo menos que compadecerme, hasta que llegamos a una zona de pastos. Allí se transforma en un chita, persiguiendo a los teros. ¡¡¡Tero, tero!!!, gritan bajando en picada sobre su lomo. Un búho coopera contra los intrusos, sumando su propio ulular. El perro flaco salta en el aire, gira, vuelve a emprender la carrera. La perra-vaca también corre, pero a su ritmo. Perros y teros participan de una danza circular que no deja de asombrar. En pleno vuelo, el búho gira su cabeza blanca para mirarnos.

Ya en la playa, la perra-vaca encuentra una cabeza de pescado que mastica a conciencia. A la vuelta, el perro flaco bebe de un charco de lluvia y dobla sus patas en el agua. Se incorpora refrescado. La luz del sol atraviesa sus patas.

La temperatura baja unos grados, ya no se ven moscas sobre los perros.

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