lunes, 1 de junio de 2015

Ni una menos

Y de vez en cuando, un texto poderoso. En Clarín de este domingo, a escasos días de la marcha que convoca a repudiar la violencia contra las mujeres y los casos de femicidio. 

"Pido perdón por ser parte del monstruo"

Opinión
Enzo Maqueira *

A veces tengo vergüenza de ser hombre. Como la mayoría de nosotros, pasé gran parte de mi vida mirando culos, bajando los ojos para espiar escotes, buscando desesperadamente un agujero para coger. Nací, crecí y me eduqué en una sociedad construída por religiones machistas, ideas machistas, libros de historia donde los hombres son los únicos que importan. Fui víctima de la escuela, de los medios, la familia, la publicidad y el periodismo. Fui lo que la sociedad hizo de mí: un varón orgulloso en lo más alto de una montaña hecha con mujeres. Desde mi trono les guiñé el ojo a otros hombres, cada uno en su propia montaña, amo y señor de nuestras hembras. Fue difícil y todavía lo es, pero con esfuerzo y con preguntas que me hice mil veces entendí que si no era parte de la solución, entonces yo era parte del problema. Pedí perdón por escuchar un "sí" cuando me decían que "no", por haber creído la mentira del poder del falo, el ancho de bastos, el santo de la espada. Pedí perdón en nombre de ese maestro de 3º grado que nos contó que le había tocado el culo a una chica que iba en minifalda, porque si se pone una minifalda, entonces, ¿por qué no tocarle el culo?, y todos nos reímos y mirábamos Olmedo y Porcel y Midachi, y nos habían enseñado que los próceres, los genios, nuestros héroes, todos son hombres grandes y de bronce, y para ellas quedan las telenovelas de la tarde, el maquillaje, las revistas femeninas o salir en bolas en la tapa de la Playboy. Una cultura donde los hombres reinan y las mujeres son vendidas como productos, usadas y desechadas, el cuerpo envuelto en una bolsa de basura que se abandona entre las ratas. Y por eso cuando fuimos grandes íbamos de putas, o enamorábamos a chicas que dejábamos inmediatamente después de acabar, esclavos, también nosotros, de un mandamiento que nos obliga a reducir a un ser humano a un agujero que nos confirme que el derecho es nuestro, que a todas les gusta, que si dicen "no sé" hay que insistir hasta que por fin abran las piernas, no importa cómo ni cuánto haya que mentir, pagar o ejercer la fuerza. Pedí perdón mil veces y lo sigo pidiendo por haber creído el cuento de que las mujeres están para servirnos, por no haberme puesto en el lugar de ellas, por haber sido un alumno obediente de una sociedad que convierte el sexo en un capricho que se negocia, se arrebata o se oculta entre las sombras. Por haber sido parte de ese monstruo que escupe guarangadas en la calle, que vomita a los novios celosos, a los maridos violentos, a los que acosan, a los que violan y los que matan. Porque fui cómplice cuando acepté las reglas de un juego en el que siempre ganan los hombres. Porque las matamos entre todos, porque todos fuimos culpables y porque nunca tuvimos los huevos para decir "basta".

(*) Escritor. Su último libro es Electrónica (Interzona, 2014).

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