martes, 23 de septiembre de 2014

Corazón ardiente

"Le voy a regalar un libro", dice Rodolfo. Es claro que así no va a venderlo, así que acepto gustosa. Leo en la contratapa rota: erídica, mi e más de la anorexia ner- rque creo que logra compren- erdad, ni tampoco (qué casualidad, conozco a alguien que padece anorexia nerviosa y hace sólo una semana hablamos del tema). Consulto la tapa. Vivir con Ana, de Alejandra C. Elliff Altarriba. Un libro sin mayores pretensiones, necesitado de un corrector, pero interesante en contenido. 

El capítulo XXII empieza así:

    Hay algo que quisiera decirles, me parece que es importante.
    Yo no me creo psíquica ni paranormal, pero como que a veces siento cosas. Me gusta pensar que somos energía, y que todos tenemos un aura. Con algunos se tiene más "química" que con otros, o más "feeling", porque las auras son compatibles. De chiquita me hice la idea de que cada uno tiene un espacio vital a su alrededor, sería como una burbuja que está ocupada por nuestra aura. Cuando se está bien de animo esa burbuja es amplia, expansible, los suficientemente fuerte como para mantener sus límites, sus fronteras, pero flexible como para poder ubicarse entre las burbujas del resto de la gente.
    En mis peores momentos era como si mi burbuja se hubiera reducido a un mínimo, y todo me afectaba y molestaba. "tenía la burbuja pinchada", le decía a Má. Pasar siempre desapercibida, como si mi aspecto no llamara la atención. Me creía siempre menos que los demás, que el resto de la gente era más importante que yo. Tampoco valoraba mi trabajo y esfuerzo, o no admitía tener algún tipo de don o facilidad  para hacer algo. Por ejemplo, me gusta dibujar y pintar, no me sale tan mal pero no puedo decir lo hago bien. Me cuesta mucho establecer límites entre modestia, humildad y arrogancia y fanfarronería.
    Un poco relacionado con esto y otro poco con el saber que era una piltrafa, hubo una época en que no quería que me tocaran, no podía permitir el mínimo roce. Era una "asquerosa", no admitía un beso, un abrazo. No quería que me notaran huesuda, tenía miedo a contagiarme de algo o no se, que me ensuciaran mi aura.
    A medida que fui mejorando esto se me paso, mi burbuja se fortaleció, para decir - Acá estoy yo, Alejandra.

De vuelta a casa, en colectivo, consigo ubicarme en el espacio destinado a la silla de ruedas. A un costado viaja un pibe de unos veintipico. Es de estatura corriente y manos delgadas, los dedos flacos aferrados al barral. Como no tengo mejor cosa que hacer, observo la terminación del cuello de su camisa. Y el pantalón, claro y clásico. De adentro de su mochila cuelga la manga de un pullover, por lo demás se ve muy correcto. Le suena el celular: "Ahora voy a la facultad, después paso". ¡A la facultad! Yo estoy volviendo a casa y hay gente que todavía tiene un trecho largo. El flaco se mesa los cabellos con desesperación y después cierra los ojos, tapándolos con la mano libre. Son gestos de angustia profunda que se repiten una y otra vez, además de chequear su celular de continuo. Qué le habrán dicho, tal vez tenga un familiar enfermo. Lo que sea, es evidente que le complica lo que resta del día... y la vida. El flaco se calza unos auriculares, en lo que parece un vano intento de evadir la realidad (sigue chequeando su celular cada dos minutos). Por algún motivo imagino que se va a acercar más a mi sitio, lo cual me va a dar oportunidad de decirle... qué? No puedo consolarlo delante de toda esta gente (la oficinista de traje y zapatos puntudos, el que escucha música con los ojos cerrados, la que envía mensajitos), estamos demasiado juntos. Como obedeciendo al destino, el lugar al lado mío se desocupa y el flaco se ubica acomodando su mochila. Le toco la manga. El flaco me mira y libera una oreja de su auricular. "Mi mamá es vasca -empiezo- y tiene un refrán que a mí me ayuda mucho..." Sí, dice el flaco. "Nunca se come tan caliente como se cocina". Hago una pausa, el flaco sonríe. "Si sirve de algo..." Gracias, dice el flaco. El resto del viaje intento pensar en otra cosa, no quiero incomodarlo. En un momento siento, tan claro como si lo estuviese diciendo, que precisa un abrazo. Señora, abráceme, conténgame. Se lo doy, claro. En silencio y sin mirarlo, "expando mi burbuja" hasta incluírlo. Viene a mi mente el corazón ardiente de Jesús, es realmente calor lo que generamos. El flaco se acerca a la puerta para descender, pero antes se da vuelta y hace un gesto mínimo con la cabeza. Respondo de igual modo, pura discreción.

2 comentarios:

  1. Qué hermoso lo que cuenta. Si hubiera más de esto (ver al otro, tener empatía, darle lo que necesita y uno puede dar)... Gestos mínimos y discretos que cambiarían el mundo.
    De verdad.

    ResponderEliminar
  2. Es la primera vez que me pasa. Esto del calor, digo. Y salía del corazón, no puedo explicarlo de otra forma.
    Gracias.

    ResponderEliminar